viernes, diciembre 16, 2005

Un diamante en el vacío IV


El sonido de una llamada entrante inundaba el departamento que hasta hace cinco días compartieron Raquel y Alexander, pero nadie contestó. Y la computadora tomó el mensaje:
-“Espero que algún día puedas perdonarme querido Alex, estas cosas pasan de un momento a otro. No pude y no quise evitarlo… por favor, perdóname.”
Y el departamento volvió a su inerte estado.

Raquel salió de su oficina en el diario. Una noticia grande se cocinaba y ella quería tener la primicia, pero no sabía por donde comenzar, toda la información que tenía provenía de un informante en el comando central el cual no conocía personalmente, sólo por correspondencia desde cuentas anónimas y llamadas a su número personal desde números ocultos.
Llegó al café donde se había citado con Ernesto para almorzar y ahí estaba él esperándola con cara de pocos amigos.
-Te estuve esperando casi diez minutos- dijo secamente.
-Disculpa mi amor, tuve que hacer unas llamadas importantes. Pero ya estoy aquí- y sonrió al decir eso.
-Bien. Ordenemos que estoy hambriento y tengo que volver a la casa en media hora.
Luego de unos minutos el mozo llegó con sus platillos. Almorzaron en silencio, Raquel lo miraba mientras comía, por un segundo fugaz recordó cuando comía con Alexander y pasaban el tiempo charlando y él la miraba con los ojos abiertos mientras Ernesto no le había dicho ni un “¿Cómo estás?”, pero Él es así se dijo a si misma, él es a quien amo y ahora no tengo razón para ocultarlo.

Ernesto vivía en la ciudad desde hace un par de años y su pasado era un misterio, nunca quiso hablar de ello con nadie y cuando alguien se lo preguntaba rompía en furia. Al poco tiempo de haberse instalado en la metrópoli conoció a Alex en una tienda de música, en una de las pocas que quedaban en toda la urbe; al poco tiempo se hicieron grandes amigos, pero él nunca le habló de su vida antes de llegar a ese lugar, ese era el secreto de su amistad: respetaban sus mutuas intimidades.
Luego de un corto tiempo Alex le presentó a Raquel, y también se volvieron buenos amigos; compartían muchas actividades entre los tres. Cuando la “pareja feliz”, como él solía llamarlos, tenía algún problema solícito corría a prestar ayuda, a dar consejos, a tratar de que el mal humor se les pasara. Rápidamente se había ganado la confianza absoluta de Alexander y el aprecio de Raquel. Habían cortos periodos en los que Ernesto desaparecía del mapa y el sólo les decía que iba a visitar a su novia de toda la vida. Eso es todo lo que sabían de su vida, pero no les importaba. Era un buen amigo.
Pero ahora, eso es pasado. Alex encontró las cartas que Ernesto le escribía a Raquel. Aquel día, él estaba buscando un viejo libro que casi nunca leía, hasta que lo halló, pero dentro de sus páginas estaban guardadas las cartas que ella había recibido a espaldas suyas. Eran mensajes de amor firmados por Ernesto. ¿Qué cosas le habrá respondido ella? Eso creo que nunca se sabrá. Alexander destrozado se sentó en su viejo sillón, su único refugio en los momentos difíciles, con los ojos rojos de dolor, impotencia y decepción, esperó que ella vuelva del trabajo.
Cuando ella regresó a casa vio que él estaba sentado en el sillón del estudio, sabía muy bien que si Alex estaba sentado ahí era porque algo malo le estaba pasando, así que se le acercó por la espalda y le preguntó: “¿Qué tienes mi amor?” Habiendo dicho eso, Alexander Rabukov, el coronel más joven de la flota, el otrora hombre más feliz del mundo dejó caer sin decir nada unos papeles arrugados al piso del estudio, Raquel, al recogerlos, inmediatamente se dio cuenta de que se trataba el asunto, así que en silencio, fue a encerrarse en la habitación, aquel lugar donde tantas vivencias compartieron, donde tanto amor se dieron. Por unos minutos, que parecieron una eternidad, en la casa hubo un silencio sepulcral hasta que ella salió de la habitación con un par de maletas grandes y sin decir nada fue a la puerta del departamento y una vez ahí entre lágrimas le dijo:
-“Perdóname”- Y abandonó el hogar.
El resto es ya historia conocida. Y llovía…

(continuará...)



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